La Casa del Pumarejo, un monumento neoclásico del siglo XVIII que
sirve de residencia a decenas de familias con escasos recursos
económicos, ha luchado durante años por sobrevivir al aburguesamiento
del barrio de San Luis. Sin fondos para financiar una reforma, los
residentes del pasado y del presente deben esperar, reflexionando sobre
su importancia histórica, el papel que tiene en la comunidad y su
incierto futuro.
Tres mujeres agachadas en cuclillas se refugian del
mal tiempo en un rincón de un portal en una tarde lluviosa. Una
permanece en silencio, en actitud reservada, mientras las otras dos
argumentan qué las ha llevado frente a la puerta de la Casa del
Pumarejo. La mayor de las dos empieza a hablar mientras su
interlocutora, más joven, camina por la estancia.
“Vivimos en la calle porque no tenemos trabajo y, entonces, no
podemos pagar la renta de un piso. Estamos aquí buscando algo de
comida”.
Un hombre se une al grupo de vagabundas. Cruza y entra al patio con su bicicleta mientras las mujeres le inundan con preguntas:
“¿Es éste el comedor donde se puede comer sin pagar?”
“¿Qué sabe de este edificio?”
“¿Podemos entrar?”
“Esto es una casa, pero creo que podéis comer en el monasterio que
está a la vuelta de la esquina”, les dice a las mujeres mientras les
señala en dirección al comedor.
Pasando la puerta que separa la entrada y la casa, una mujer mayor
mira por una de las ventanas del segundo piso que rodean el patio. Su
nombre es doña Felisa pero en la Casa del Pumarejo, se ha ganado el
sobrenombre de La Reina. Permanece fuerte, impasible, observando el
revuelo que se está armando abajo. Hoy es un nuevo día pero la historia
es la misma. Años de continua presión han creado una nube de confusión
que se cierne sobre el edificio. Las visitas son frecuentes, y los
residentes desconfían de los forasteros y sus motivos.
La casa radica en la Plaza del Pumarejo, en el antiguo barrio
sevillano de San Luis, una zona muy conocida por el activismo comunista y
por su participación como enclave durante muchos años de historia de la
ciudad, como afirma David Gómez, un miembro activo del comité local.
“Aparte de iglesias y conventos, la Casa Palacio del Pumarejo es el
edificio más antiguo que queda en pie en la zona. Esta plaza, que fue
incorporada más tarde, es el núcleo de comunicación del vecindario”,
dice David.
“Cuando se llenaba, albergaba a treinta y cuatro familias; sin
embargo, ahora mismo sólo quedan tres familias después de que, justo
este año, el ayuntamiento obligara a otras a irse por “motivos de
seguridad”, explica.
A pesar de los rumores que afirman lo contrario, la casa no será
destruida porque pertenece al municipio y está legalmente protegida por
ser lugar Patrimonio Histórico. Pero las preguntas sin respuesta que
rodean su futuro uso (el planeamiento urbanístico actual estipula que no
puede ser privatizada y que tiene que tener una función pública) tienen
a los residentes en un constante estado de desasosiego.
Después de una excursión de compras nocturna, La Reina se sienta en
el banco y deja escapar un suspiro. Esta vez, doña Felisa parece
diferente. No tiene la misma mirada vigilante que antes en la ventana.
Hay agotamiento en su cuerpo y sufrimiento en sus ojos.
“Es sólo que ya son trece años. Trece años de otra persona, otro
periodista más, todos los días, todas las semanas, siempre preguntando
lo mismo, lo mismo, lo mismo. Vinimos en 1974 y formamos aquí nuestra
familia. Aquí han nacido, han crecido y se han casado nuestros hijos. Y
aquí mismo estaré yo hasta que me muera”.
Al igual que la Casa del Pumarejo, doña Felisa ha sido una presencia
constante, manteniéndose firme mientras la historia se origina a su
alrededor.
Antonio Rubiales es el hijo de una de las tres inquilinas restantes, y
la visita a menudo para comer, para pasar tiempo con ella o dejar su
bici cuando está en el vecindario.
“No resido aquí desde hace dos años pero estuve viviendo treinta años, desde los ocho, mi vida entera”, recuerda.
“Crecer en el Pumarejo fue una experiencia diferente. No es cualquier
plaza. Los 80 fueron años muy difíciles aquí, en todo el barrio
realmente. Cuando iba al colegio, la gente me preguntaba, ‘¿dónde
vives?’ y yo les respondía que en la Plaza del Pumarejo. Su contestación
era ‘¡Uf!, ésa es una zona peligrosa. ¿Dónde del Pumarejo?’, y yo les
decía que en la Casa del Pumarejo. Ellos volvían a responder ‘¡Uf!’ Era
conocido por los problemas de drogas y la delincuencia. Pero no fue así
sólo para mí, mi familia, mis hermanos. Fue así para cualquier persona
que residiera en el barrio en aquella época”, comenta.
“Nosotros no tuvimos problemas con las drogas pero sí gente de
nuestro alrededor. Los caramelos se vendían a los yonquis que
posteriormente usaban la envoltura para fumar crack por lo que nunca
comíamos caramelos. Algunos señalarían que fue una infancia dura pero no
recuerdo que fuera así, ni yo tuve problemas con las drogas ni ninguno
de mis amigos. Fue una experiencia que no cambiaría porque te hace
madurar en una edad temprana, pero no de una manera negativa”, añade.
“Era muy divertido. Si observas la casa ahora, no es la misma que solía
ser. Está tan tranquila, en calma. Es otro mundo, otro mundo por
completo. Éramos muchos niños creciendo por aquí, muchísimos”.
Antonio empieza a contar en alto, mirando hacia arriba mientras busca en su cabeza para recordar a todo el grupo.
“Éramos seis con más o menos la misma edad”, cuenta. “Pegábamos
patadas al balón, jugábamos al béisbol, andábamos en bici en el patio…
era una locura. Había muchos vecinos y era totalmente diferente tiempo
atrás. Cuando había un cumpleaños, lo celebrábamos todos juntos. Las
comuniones también se celebraban siempre en el patio”.
La alegre sonrisa que mostraba Antonio recordando las historias de su infancia se esfuma gradualmente.
“Ahora, la casa no tiene vida. Quiero decir: tiene pero no de la
misma forma. Actualmente, tiene vida gracias al centro comunitario, la
asociación de La Casa del Pumarejo, y gracias a todas las otras
organizaciones. Está mejorando con la ayuda de estas personas, pero
durante muchos años, era realmente triste pasar por aquí”.
“Lo que le ha pasado a la casa es totalmente normal: gente que ha
crecido, se ha casado…”, continúa Antonio. “Pero el problema permanece
ya que no vienen familias nuevas a llenar el hueco que las antiguas
familias dejaron. En la actualidad, la gente ve la casa como
problemática porque es cara de mantener y necesita reformas. El
mantenimiento cuesta dinero y nadie está dispuesto a pagar”.
El Ayuntamiento propuso un presupuesto de 5,6 millones de euros para
la reforma integral del antiguo palacio en 2007; sin embargo, no se han
llevado a cabo las acciones del proyecto. En la actualidad, el gobierno
local dice que no dispone de dinero con el acecho de la crisis
económica. Hasta hoy, sólo se han hecho arreglos superficiales y
parciales a la casa para prevenir que se desplome.
El plan municipal es dedicar el piso superior de la casa a la gente
que vive bajo condiciones precarias; por ejemplo, si sus casas corren el
riesgo de derrumbarse o si les desahucian por no poder pagar el
alquiler. Habrá veintidós apartamentos si alguna vez el plan llega a
buen puerto pero, primero, el Ayuntamiento debe hacer los arreglos y
reformas que la casa requiere tan urgentemente.
“No sé qué depara el futuro, pero me asusta”, dice Antonio.
“Si terminan por cerrarla, o si mi madre tiene que irse, será duro.
Supondría más que el trauma normal que alguien siente al crecer y dejar a
sus padres, porque es una casa muy especial, estéticamente preciosa,
tiene vida dentro de sus muros, tiene un rico pasado lleno de recuerdos.
Pero es también especial por los esfuerzos colectivos que se han puesto
en la lucha, todo el mundo trabajando juntos por un bien común: salvar
una casa impresionante donde he tenido la suerte de vivir treinta años”.