Ha sido testigo de los más importantes acontecimientos acaecidos en los últimos trescientos años, de avatares tan dispersos y diferentes como la travesía de la más importante devoción universal, vitoreada por el pueblo, y luego oculta en una camioneta para escapar de violencia de los que no soportaban ni respetaban la religiosidad de sus coetáneos, en la creencia de que eran portadores de su verdad, única para imponer por medio del terror.
Ha soportado las adversidades climatológicas, las humedades calando sus entrañas, el frío atravesando sus gruesos muros, el calor acomodándose en los corredores. Sus ojos han contemplado los horrores de los hombres, cómo la ira cernía sus garras sobre inocentes que eran de condenados a la muerte sin más dictamen ni más cargo que pensar de forma diferente. Hombres encadenados al destino, asociándose a la historia de manera cruenta. Sus paredes mantienen recuerdos de viejos esplendores, de niños correteando por las viejas galerías arqueadas transmutando sus juegos en aventuras y en episodios dignos de ser recogidos por los mejores escritores. Su patio atraviesa el tiempo para instalarse en la inmortalidad y proyectar las imágenes de bailes al socaire de una guitarra, de unas voces que canta la grandeza de la ciudad, las tradiciones que surcan los vientos con las letras de fandangos y sevillanas, celebrando la conmemoración de una cruz, cimientos de la fe, patíbulo cruento, que se transfigura en la esencia popular y divertida de la celebración festiva. Revuelos, toques, voces, danzas, sueños, acogidos en la caoba de las columnas que soportan la memoria de sus memorias.
Es la continua transgresión de la
cultura, la indolencia de quienes tienen que cuidarla y solo
procuran especular con la sabiduría, en maltratarla, en difundir las
barbaridades con las que suplantan la verdadera identidad. Es la
continua transformación de la fisonomía de los barrios clásicos,
capaces de soportar las miserias de las crisis, los desastres de una
guerra. Vence adversidades y temporales y quienes ahora
debieran de cuidarla, de mimarlas, se encargan de devastarlas con
sus implantes inadecuados y sus posiciones de vanguardia. Son los
responsables de la pérdida de la idiosincrasia y de valores
seculares que quedaron como testimonios de las magnificencias de
épocas donde ilustración y la erudición eran valores de presunción, un
estatus que elevaba la condición del hombre.
Este ayuntamiento parece querer
eludir sus compromisos para con la cultura, por salvaguardarla de
los desmanes de otras corporaciones anteriores. El palacio de los condes
del Pumarejo se viene abajo, se convierta en ruina con
el paso del tiempo, ante la desidia de los responsables en
mantenerle en pié. Convertida en casa de vecinos, parece ser que será
especulación, con el gravamen de ésta provenga de la mayor
institución gubernamental de la ciudad.
No oiría yo las proclamas de
quienes, haciendo de la mejor apología política, claman para
convertirla en casa del pueblo o sede alguna institución al socaire del
partido de turno. Es un edificio en un lugar privilegiado,
pero constantemente maltratado hasta la degradación porque tal vez
interese esta ignominia que está restando a la ciudadanía del uso
público de unos preciosos espacios, ahora ocupados por
una pobre gente que, vencidos por el ocio y sus adicciones, copan la
que pudiera ser zona de un barrio que adolece de áreas de
esparcimientos. Y es curiosa la situación porque han de ser los
industriales de la hostelería, instalados en sus inmediaciones,
quienes mantengan, todavía, un poco de cordura cívica cuando instalan
sus veladores.
El palacio debe ser restaurado a la
mayor brevedad posible porque sería el primer paso para dignificar
este espacio y posibilitar el reencuentro con la importante historia que
entraña y guardan sus muros. Un edificio de esta
categoría sería centro de actuaciones inmediatas en cualquier lugar
del mundo, con un mínimo de acervo cultural. Aquí esperaremos a su
derrumbe. Quizás para ahorrarse los gastos de demolición de
mi Pavón. Lo de siempre, tristemente, lo de siempre.