Ha sido testigo de los más importantes acontecimientos acaecidos en los últimos trescientos años, de avatares tan dispersos y diferentes como la travesía de la más importante devoción universal, vitoreada por el pueblo, y luego oculta en una camioneta para escapar de violencia de los que no soportaban ni respetaban la religiosidad de sus coetáneos, en la creencia de que eran portadores de su verdad, única para imponer por medio del terror.
Ha soportado las adversidades climatológicas, las humedades calando sus entrañas, el frío atravesando sus gruesos muros, el calor acomodándose en los corredores. Sus ojos han contemplado los horrores de los hombres, cómo la ira cernía sus garras sobre inocentes que eran de condenados a la muerte sin más dictamen ni más cargo que pensar de forma diferente. Hombres encadenados al destino, asociándose a la historia de manera cruenta. Sus paredes mantienen recuerdos de viejos esplendores, de niños correteando por las viejas galerías arqueadas transmutando sus juegos en aventuras y en episodios dignos de ser recogidos por los mejores escritores. Su patio atraviesa el tiempo para instalarse en la inmortalidad y proyectar las imágenes de bailes al socaire de una guitarra, de unas voces que canta la grandeza de la ciudad, las tradiciones que surcan los vientos con las letras de fandangos y sevillanas, celebrando la conmemoración de una cruz, cimientos de la fe, patíbulo cruento, que se transfigura en la esencia popular y divertida de la celebración festiva. Revuelos, toques, voces, danzas, sueños, acogidos en la caoba de las columnas que soportan la memoria de sus memorias.